El moro de Granada en la literatura : del siglo
XV al XIX / Soledad Carrasco Urgoiti
La frontera de
Granada
Durante los siglos XIV y XV los moros españoles no representaron
para los españoles una amenaza tan vital como en épocas anteriores, y la
empresa de la reconquista adquirió un nuevo carácter. Desde que en el siglo s.
XIII Fernando III el Santo y Jaime el
Conquistador dieron a la Reconquista el empuje definitivo, consolidado por las
campañas de sus sucesores, el Islam español estaba limitado al reino de
Granada, feudatario del de Castilla. Fue este estado un centro de arte y
cultura brillantísimo, pero afectado, hasta en sus manifestaciones más
exquisitas, por una debilidad inherente a su sino5 histórico. Estuvo asimismo
constantemente agitado por discordias internas y sólo llegó a ser temible cuando
recibió el refuerzo de la última oleada de invasiones africanas que había de
cruzar el Estrecho, la de los Benimerines. Derrotados éstos por Alfonso XI de
Castilla y e! rey de Portugal, en la batalla del Salado (1340), la España
musulmana dejó de representar un serio peligro para los reinos cristianos de la
Península, que, por otra parte, entraron en una fase de guerras entre sí y, en
el caso de Castilla, de luchas civiles. La empresa de la Reconquista ya no se
consideraba perentoria y los reyes se limitaban a organizar alguna que otra
tala por la vega de Granada y a mantener en la frontera un número de hombres
más o menos suficiente para contener cualquier intento de expansión de los
moros, que, a pesar de la merma de su poderío, conservaban el ánimo combativo y
una gran pericia en ardides y técnicas guerreras. Para mantener sus posiciones
y satisfacer con pequeñas conquistas su ambición de poder y de fama, el capitán
fronterizo tenía que vivir en constante alerta y desarrollar cualidades
personales de inventiva y esfuerzo. Uno de los últimos y más famosos héroes de
la frontera granadina, Hernando del Pulgar, recomendaba en una carta escrita a
principios del siglo XVI al conde Pedro Navarro que se empleara en las campañas
de África a veteranos de la guerra de Granada: «Porque éstos, como
quier que los moros son astutos en la guerra y diligentes en ella, los que han
sydo en los guerrear los conosçen bien y saben armalles. Conosçen a qué tiempo
y en qué lugar se ha de poner la guarda, do conviene el escucha, adonde es
neçesario el atalaya, a qué parte el escusaña, por dó se fará el atajo más
seguro que más descubra». La enumeración de ardides de guerra se prolonga,
salpicada de pintorescos ejemplos y de citas clásicas, entre las que se
intercala un dicho de«nuestro vezino Alí Alatar el Viejo»6.
Las diversas crónicas de los reinados de Juan II, Enrique IV
y los Reyes Católicos -y más aún las que versan especialmente sobre sucesos
particulares, como el Memorial de diversas hazañas, de Mosén
Diego de Valera- narran con minuciosidad múltiples incidentes en que moros y
cristianos despliegan su pericia en ese sutil y complicado arte de guerrear. La
importancia de la frontera de Granada como elemento formativo de la
nacionalidad y el carácter castellano fue señalada ya por Menéndez Pelayo7.
Recientemente ha insistido sobre ella Juan de Mata Carriazo, con la autoridad
que le presta su profundo conocimiento de la historiografía de la época,
advirtiendo, además, que a través de la frontera se filtraban todo género de
influencias8.
H. A. Deferrari ha reunido gran acopio de datos que dan
testimonio de contactos amistosos entre moros y cristianos y demuestran que
estos últimos adoptaban en ocasiones las peculiares maneras que tenían sus
enemigos de combatir, de engalanarse o de conmemorar penas y alegrías9.
Son característicos en este sentido muchos pasajes de los Hechos
del condestable don Miguel Lucas de Iranzo, dedicados a describir
las fiestas y regocijos organizados por el condestable, en los cuales no solía
faltar la nota morisca en juegos o atavíos, bien se tratara de las
celebraciones en que participaba el pueblo entero, o de aristocráticos
pasatiempos. En la misma crónica se alude a los recelos del rey de Granada ante
el poder de los abencerrajes, y se menciona una matanza de que éstos fueron
víctimas. Y es curioso que, al describir la cabalgada del día de San Juan, el
autor nos dice que los caballeros de Jaén venían «todos enrramados e
escaramuçando, e echando çeladas, e jugando las cañas a la manera de la tierra»10.
Es decir, el jugar cañas no se sentía como juego moro ni cristiano, sino como
deporte propio de la región; algo que ambos combatientes tenían en común.
Como refiriéndose a algo conocido, escribe don Álvaro de Luna
al rey don Juan II el 22 de mayo de 1481: «Este día continuamos nuestro camino derechamente a la Vega de
Granada, fasta la ver muy bien a ojo, e devisar el Alfambra, e el Albayçín, e
el Corral»11.
Este pasaje adquiere una significación especial si tenemos en cuenta que, dos
meses después, el propio rey a quien iba dirigida la carta contempló la ciudad
y sus edificios con admiración y deseo de poseerla, dando ello ocasión a que se
compusiese el romance de Abenámar12.
Los castellanos sienten la emoción estética que ofrece la
belleza de Granada, y además saben que en la capital mora se despliega una vida
de lujo y refinamiento superior al suyo. Por entonces se despierta también en
la España cristiana, como en el resto de Europa, el sentido de lo exótico;
abundan los litros de viajes y los reyes envían embajadas a países lejanos.
Granada interesa porque es distinta; en ella florecen formas de vida y arte que
no son europeas. Tampoco puede decirse con propiedad que fueran puramente
orientales, y, desde el punto de vista árabe, podían parecerle a Aben Jaldún
parecidas a las de los cristianos. Para el castellano, sin embargo, no cabe
duda de que el moro granadino representaba un mundo exótico, sin dejar de ser
el vecino y contrincante con quien mantenía, más que una guerra cruenta, una
continua escaramuza y un juego de sorpresas y emboscadas, en el que se adivina
un cierto sentido deportivo. Por de pronto, tenían en común la técnica
combativa y el respeto a ciertas normas, que eran las de la caballería europea13.
Así vemos que los contrastes, y al mismo tiempo una cierta proximidad moral
entre moros y cristianos, fueron factores inseparables en la vida de la
frontera, y gracias a esa dualidad resultó posible la visión poética del moro.
Para comprender un poco mejor cómo se produjo esa
idealización hay que tener en cuenta quiénes eran los hombres que poblaban la
frontera. Indudablemente, habría entre ellos muchos guerreros rudos e
ignorantes, pero jefes fronterizos fueron también, durante más o menos tiempo,
el marqués de Santillana, don Álvaro de Luna, Gómez Manrique, Mosén Diego de
Valera y otros muchos que alternaban en sus actividades la pluma y la espada.
El ideal renacentista del hombre de aptitudes diversas estaba cada vez más
incorporado a la vida española; capitán fronterizo fue, durante los últimos
años de la guerra de Granada, Gonzalo de Córdoba, y una de sus biografías se
debe precisamente a su compañero de armas, en Granada, Hernando del Pulgar, a
quien hoy recordamos casi exclusivamente por su hazaña de clavar el cartel del
Ave María en las puertas de la mezquita de Granada, pero que fue también un
prosista atildado y latinizante y un entusiasta lector de Tito Livio. Y aun
algunos fronteros que nunca tuvieron, que sepamos, intención de hacer obra
literaria, manejaban la pluma con admirable destreza cuando escribían al rey
dando cuenta de las operaciones guerreras por ellos dirigidas. Lo demuestran
las cartas de Diego de Ribera -el Adelantado cuya muerte canta el romance de Alora
la bien cercada-, de Rodrigo Manrique y de Fernán Álvarez de
Toledo, publicadas, con la ya citada de Pulgar y otra de don Álvaro de Luna,
por Carriazo, que con razón ve en ellas la evidencia de un género literario de
cartas y relaciones «paralelo
al de los romances fronterizos, casi tan bello como él y muchísimo menos
conocido»14.
La carta de don Rodrigo Manrique es una pequeña obra maestra del género, pero
todas tienen en común la habilidad de dar una impresión del conjunto sin omitir
detalles y poniendo de relieve la parte que a cada combatiente correspondió en
la acción. «Escríbolo
a vuestra alteza porque de todos sepa lo que fizo cada vno», dice Fernán
Álvarez de Toledo. Es, por tanto, nota esencial de estas cartas el profundo
sentido de lo individual y, al mismo tiempo, de lo colectivo que caracteriza la
vida de la frontera.
Una relación semejante, pero referente esta vez a la
historia interna de Granada, es la que escribió en los primeros años del siglo
XVI Hernando de Baeza sobre los «Últimos sucesos del reino de Granada»15.
Es éste un relato vivido de las divisiones e intrigas cortesanas de los
granadinos, pues el autor fue en parte testigo de los acontecimientos que narra
con pluma notablemente ágil y expresiva. El cronista Hernando del Pulgar
escribió también, por encargo de Isabel la Católica, un Compendio
de la historia de Granada16,
que es muy defectuoso, pero demuestra el interés que sentían los castellanos
por la historia granadina. La relación de Baeza nos habla de la admiración que
una embajada del rey de Granada causó en la corte del rey don Juan, el cual se
complacía en tratar al príncipe granadino y «ver a él y a los suyos caualgar a la gineta, porque heran muy
buenos caualleros, y muy diestros en la silla, así en el jugar de cañas como en
otras cosas»17.
En las crónicas abundan asimismo las alusiones a visitas y embajadas de los
moros, siendo también frecuente el caso inverso. Como ejemplo característico
tenemos el desafío de don Diego Fernández de Córdoba a don Alfonso de Aguilar
para que se batiera con él en el reino de Granada, donde se les concedió campo y
don Diego estuvo esperando a su contrario de sol a sol, según certificó el rey
moro18.
El reino de Granada se iba desmoronando, y no sólo por el
empuje de las armas cristianas. A ello contribuyeron divisiones internas que
daban lugar a tragedias sangrientas y a lances caballerescos; hoy caen en la
Alhambra las cabezas de los abencerrajes; mañana, ayudado por los
sobrevivientes, se descuelga el príncipe Boabdil de la torre de Gomares, donde
vive recluido con su madre, en tanto que una cautiva favorita recibe honores de
reina. Estas noticias llegaban en forma fragmentaria al campo cristiano, donde
la sensibilidad se abría a todos los estímulos, y prevalecía, al menos durante
la última etapa de la guerra, un ambiente de juego caballeresco vivido, que
indudablemente contribuía a que se vieran a través de un prisma de estilización
los sucesos de la corte mora19.
Algunos pasaron, sin duda, desapercibidos, pero en otros casos, como el de la
muerte de los abencerrajes, bastó una breve referencia de los cronistas y
alguna alusión emocionada en el romancero para iniciar un proceso de
idealización que había de culminar, a mediados del siglo siguiente, en el tipo
literario del Abencerraje, que por siglos se mantuvo, renovándose
continuamente, como uno de los temas de la literatura occidental.
Novela morisca
El
Abencerraje
La primera novela morisca es una pequeña obra maestra que
aparece en el panorama literario de la segunda mitad del siglo XVI en
circunstancias curiosísimas que rebasan el anonimato y bordean la
tradicionalidad de la obra literaria. La historia de Abindarráez no solamente
representa un caso de transmisión y contaminación de hechos históricos,
semejante a los que tanto abundan en el romancero, sino que el relato novelesco
surge hacia la misma fecha con ligeras variantes en diversos textos de
atribución desconocida o insegura, y pronto invade el campo poético y penetra
en el teatro, sin que se alce ninguna voz reclamando la paternidad de la obra.
Los textos en que aparece la novela son: El
Abencerraje, incluido en el Inventario de Antonio de Villegas -colección de
prosa y verso impresa en 1565, pero que tenía concedido privilegio desde 1551-;
un relato titulado Parte de la Corónica del ínclito Infante Don Fernando
que ganó Antequera..., publicado en un pliego suelto que Mérimée
fecha entre 1550 y 1560, y la «Historia de Abindarráez y la hermosa Xarifa»,
que aparece inserta en la Diana de
Jorge de Montemayor, a partir de la edición póstuma de 1561. Otra versión, hoy
perdida, impresa en Toledo por Miguel Ferrer, es mencionada por Gayangos y por
Gallardo, que la fechan, respectivamente, en 1561 y 1562. Henri Mérimée realizó
un estudio comparativo de los tres textos que se conservan, llegando a la
conclusión de que debió existir un arquetipo que sirvió de modelo al redactor
de la Corónica y al
de la versión incluida en el Inventario, pudiendo ser la aparecida en
la Diana una
combinación de las otras dos57.
Esta teoría ha sido impugnada por Marcel Bataillon, que, basándose en la
perfección estilística del texto delInventario,
opina que no se trata de una refundición, sino de una obra original58.
Hoy en día sigue en pie el problema de un posible original, anterior a los
textos conocidos, y de la prioridad entre éstos, pero lo que no se pone en tela
de juicio es la superioridad artística de El Abencerraje inserto en el Inventario,
sobre las otras dos versiones. Y aquí surge otra cuestión debatida, pues en
tanto que Menéndez Pelayo consideraba imposible que se debieran a la misma
pluma El Abencerraje y
la narración pastoril Ausencia y soledad de amor, incluida en
la misma colección, y, por lo tanto, sólo concedía a Villegas el título de
compilador59,
López Estrada, al estudiar ambos textos, llega a la conclusión de que pudieron
ser escritos por un mismo autor, y halla ciertas analogías entre ellos60.
Conviene advertir que si la versión de El Abencerraje, inserta en el Inventario,
se lleva la palma de la excelencia artística, la incluida en la Diana contribuyó aún más eficazmente, por la
gran popularidad de esta obra, a la difusión de la novelita morisca.
Todavía está por dilucidar el problema de transmisión
histórica que plantea El Abencerraje. En tanto que el héroe
cristiano es Rodrigo de Narváez, primer alcalde de Antequera, que fue
conquistada en 1410, la línea fronteriza se ajusta exactamente en el relato a
la posición que ocupó de junio de 1484 a abril de 1485, entre Alora, recién
tomada, y los pueblos de Coín y Cártama. El hecho de que la acción se localice
con exactitud topográfica en estos lugares menores y se nombre más veces a
Narváez como alcalde de Alora que de Antequera, siéndolo de ambas villas,
indica que la identidad del héroe es un dato falso y que la novela atribuye a
un personaje famoso un acto realizado seguramente por un caballero de menos
nombradía que vivió en la misma región muchos años más tarde. Suplantaciones
semejantes son frecuentes en el romancero, pero en este caso no conocemos
ningún romance sobre el tema que sea anterior a El
Abencerraje, conservándose únicamente un cantarcillo intercalado en
el texto que simplemente recalca el emplazamiento de la acción. Cabe también
que el incidente que suscitó la novela llegara a conocimiento del autor por medio
de algún cronicón o alguna relación que hoy se desconoce. En cualquier caso
parece seguro que un núcleo anecdótico particular, que hoy no es posible aislar
de las adiciones novelescas que lo envuelven, pero que sí podemos fechar hacia
1485, fue superpuesto tardíamente, con un error cronológico considerable, a un
fondo histórico general.
En El Abencerraje se funden, mejor que en obra alguna,
la eficaz sobriedad de recursos pintorescos que hallábamos en la literatura
fronteriza con el carácter sentimental y galante del género morisco. Las
primeras líneas nos sitúan en el ambiente de la frontera castellana, con sus
caudillos y caballeros ansiosos de ganar honra que diariamente emprenden por
cuenta propia pequeñas acciones de guerra. Vemos tender una celada y caer en
ella un gallardo jinete granadino que cabalga cantando confiado sus amores.
Pronto reconocemos en él, no ya a uno de tantos galanes moros como desfilan por
el romancero luciendo su destreza y sus galas multicolores, sino a un morisco
Amadís, dotado de todas las cualidades que pueden adornar a un caballero sin
tacha y a un perfecto amador. Los escuderos castellanos que le han sorprendido
quedan rebajados a su lado físicamente porque entre varios no logran reducirle
a prisión, y moralmente, por acometerle en grupo al no poder vencerle
individualmente y por mostrarse indiferentes a la calidad de nobleza y
refinamiento que desde su aparición muestra el enamorado moro. En auxilio de
sus hombres acude el alcalde Rodrigo de Narváez. Este sí es digno contrario del
granadino e insiste en entablar con él un combate singular, que el narrador
refiere con trazos realistas. No omite advertir que el cansancio del moro
contribuyó a su vencimiento, evitando así que figure en un plano inferior al
jefe cristiano, que logra prenderle. Camino de Alora, el cautivo suspira, y
ello da lugar a un breve diálogo de finísimo tanteo que establece entre
vencedor y prisionera esa afinidad que surge espontáneamente entre quienes se
rigen por el mismo código de honor y cortesía. Y al fin Abindarráez revela su
nombre y linaje, y evoca la Granada bella y galante al encarecer el prestigio y
posición privilegiada que en el pasado habían disfrutado los abencerrajes.
Refiere seguidamente cómo su familia cayó en desgracia y fue casi exterminada
por el rey, ante la consternación y el dolor de todo el pueblo. De este modo, a
la imagen de la ciudad mora entregada a sus juegos y festejos sucede la del
llanto y duelo colectivo de los granadinos. En esta doble visión de Granada se
funden muchos motivos patéticos y pintorescos esparcidos en crónicas y
romances, que por primera vez se centran en torno a la historia de los
abencerrajes, en quienes, a partir de esta novela, se verán quintaesenciados la
generosidad la gallardía y el infortunio del moro idealizado. Una tradición de
hidalguía y el recuerdo de una persecución sangrienta e injusta se proyectan
sobre el último representante de los abencerrajes antes de que empiece a contar
su vida.
Abindarráez ha crecido en la oscuridad, bajo la protección
del alcalde de Cártama y creyéndose hijo suyo. Con Xarifa, hija única de su
protector le ha unido en la infancia un cariño de hermanos transformado en amor
al llegar los niños a la adolescencia y saber que no existe tal parentesco. En
esta parte de la narración el trazo pintoresco se adelgaza, cobrando la novela
calidades humanas que rebasan el esquema galante y caballeresco a que suele
atenerse la literatura morisca.
Las escenas de amor se emplazan en una huerta amena, junto a
una fuente y unos jazmines que si no se despegan del marco morisco, tampoco
desdecirían -observa Cirot61-
en una villa griega o romana. Para encarecer la belleza de su señora, el moro
enamorado acude a citas clásicas y, si nos dejamos llevar por la lectura, no
sentiremos tales alusiones como un postizo, pues el Renacimiento no ha entrado
sólo con un alarde de erudición en el jardín del castillo fronterizo. Si la
historia de Abindarráez y Xarifa responde a alguna corriente literaria, es a la
del platonismo, tal como fue entendida por los humanistas del siglo XVI, pero
no porque el autor tratara de ilustrar tal teoría, sino porque enEl Abencerraje, como en la poesía de
Garcilaso, los sentimientos más cálidos y hondos fluyen por un cauce ideológico
que ha abierto brecha en la personalidad. Dentro del ambiente sencillo y de la
ausencia de peripecias en que nacen los amores de la morisca pareja caben
incertidumbres, momentos de dicha, celos y ausencias, expresándose la emoción
de tales estados de ánimo con una delicadeza y un candor difíciles de
encarecer.
La separación de los enamorados ha sobrevenido algo antes
del cautiverio de Abindarráez, al ser trasladado a Coín el alcalde de Cártama,
padre de Xarifa. Aprovechando una ocasión propicia, el moro acudía a unirse
secretamente con su dama, cuando fue apresado. Al enterarse de esta situación
Narváez, le permite continuar su camino, bajo palabra de que retornará a los
tres días a la prisión. Si a través del relato de Abindarráez nos llega sobre
todo la expresión de su amor, los sucesos que siguen prueban la total
correspondencia de Xarifa y su capacidad de sacrificio. Arrostrando la ira de
su padre, se da a su amante como esposa; al verle triste teme que ame a otra
dama y acepta sin protesta tal posibilidad; y enterada al fin del encuentro con
la partida de Narváez, quiere emplear su fortuna entera en rescatar al
abencerraje y le acompaña al campo enemigo, cuando comprende que el honor le
obliga a constituirse prisionero. Huelga decir que Narváez depara la más cortés
acogida a la gentil pareja, y no sólo pone en libertad a Abindarráez sin admitir
rescate alguno, sino que media eficazmente para que vuelva a la gracia de su
rey y el padre de Xarifa perdone a los enamorados, compitiendo al final de la
novela moros y cristianos en esplendidez y cortesía.
La anécdota central de El Abencerraje no sólo es verosímil dentro del
carácter que tuvo la guerra de Granada, sino que sirve de maravilla para
ilustrar una conducta ejemplar entre contrarios y dar una bella lección de
tolerancia. Abindarráez y Narváez están dotados de un calor humano que falta a los
héroes de los libros de caballería, pero son individualidades altamente
ejemplares. Sin que ninguno de ellos desmerezca en virtudes bélicas ni en
cortesanía, el castellano representa una versión austera del ejercicio
caballeresco, puesto al servicio de la fe y del rey, y una preocupación muy
española por acrecentar su honra, en tanto que el moro vive más para el culto a
la dama y las formas de vida bellas, olvidando guerras y ambiciones hasta que
le sale al paso la ocasión de demostrar su valor y nobleza. Esta
caracterización de ambos tipos caballerescos, nunca más finamente matizada, se
respeta en el desarrollo posterior del género morisco. El
Abencerraje es
también la obra que mejor ilustra la supervivencia de un idear medieval
adaptado al sentir moderno -nota tan propia de esta modalidad literaria como la
gala colorista- y, por tanto, podemos afirmar que la primera novela morisca es
también la más característica y más pura de cuantas se han escrito, dentro y
fuera de España.
Extraído de Biblioteca Cervantes Virtual