domingo, 11 de mayo de 2014

Novela morisca

Envío bibliografía

El moro de Granada en la literatura : del siglo XV al XIX / Soledad Carrasco Urgoiti

La frontera de Granada

Durante los siglos XIV y XV los moros españoles no representaron para los españoles una amenaza tan vital como en épocas anteriores, y la empresa de la reconquista adquirió un nuevo carácter. Desde que en el siglo s. XIII  Fernando III el Santo y Jaime el Conquistador dieron a la Reconquista el empuje definitivo, consolidado por las campañas de sus sucesores, el Islam español estaba limitado al reino de Granada, feudatario del de Castilla. Fue este estado un centro de arte y cultura brillantísimo, pero afectado, hasta en sus manifestaciones más exquisitas, por una debilidad inherente a su sino5 histórico. Estuvo asimismo constantemente agitado por discordias internas y sólo llegó a ser temible cuando recibió el refuerzo de la última oleada de invasiones africanas que había de cruzar el Estrecho, la de los Benimerines. Derrotados éstos por Alfonso XI de Castilla y e! rey de Portugal, en la batalla del Salado (1340), la España musulmana dejó de representar un serio peligro para los reinos cristianos de la Península, que, por otra parte, entraron en una fase de guerras entre sí y, en el caso de Castilla, de luchas civiles. La empresa de la Reconquista ya no se consideraba perentoria y los reyes se limitaban a organizar alguna que otra tala por la vega de Granada y a mantener en la frontera un número de hombres más o menos suficiente para contener cualquier intento de expansión de los moros, que, a pesar de la merma de su poderío, conservaban el ánimo combativo y una gran pericia en ardides y técnicas guerreras. Para mantener sus posiciones y satisfacer con pequeñas conquistas su ambición de poder y de fama, el capitán fronterizo tenía que vivir en constante alerta y desarrollar cualidades personales de inventiva y esfuerzo. Uno de los últimos y más famosos héroes de la frontera granadina, Hernando del Pulgar, recomendaba en una carta escrita a principios del siglo XVI al conde Pedro Navarro que se empleara en las campañas de África a veteranos de la guerra de Granada: «Porque éstos, como quier que los moros son astutos en la guerra y diligentes en ella, los que han sydo en los guerrear los conosçen bien y saben armalles. Conosçen a qué tiempo y en qué lugar se ha de poner la guarda, do conviene el escucha, adonde es neçesario el atalaya, a qué parte el escusaña, por dó se fará el atajo más seguro que más descubra». La enumeración de ardides de guerra se prolonga, salpicada de pintorescos ejemplos y de citas clásicas, entre las que se intercala un dicho de«nuestro vezino Alí Alatar el Viejo»6.
Las diversas crónicas de los reinados de Juan II, Enrique IV y los Reyes Católicos -y más aún las que versan especialmente sobre sucesos particulares, como el Memorial de diversas hazañas, de Mosén Diego de Valera- narran con minuciosidad múltiples incidentes en que moros y cristianos despliegan su pericia en ese sutil y complicado arte de guerrear. La importancia de la frontera de Granada como elemento formativo de la nacionalidad y el carácter castellano fue señalada ya por Menéndez Pelayo7. Recientemente ha insistido sobre ella Juan de Mata Carriazo, con la autoridad que le presta su profundo conocimiento de la historiografía de la época, advirtiendo, además, que a través de la frontera se filtraban todo género de influencias8.
H. A. Deferrari ha reunido gran acopio de datos que dan testimonio de contactos amistosos entre moros y cristianos y demuestran que estos últimos adoptaban en ocasiones las peculiares maneras que tenían sus enemigos de combatir, de engalanarse o de conmemorar penas y alegrías9. Son característicos en este sentido muchos pasajes de los Hechos del condestable don Miguel Lucas de Iranzo, dedicados a describir las fiestas y regocijos organizados por el condestable, en los cuales no solía faltar la nota morisca en juegos o atavíos, bien se tratara de las celebraciones en que participaba el pueblo entero, o de aristocráticos pasatiempos. En la misma crónica se alude a los recelos del rey de Granada ante el poder de los abencerrajes, y se menciona una matanza de que éstos fueron víctimas. Y es curioso que, al describir la cabalgada del día de San Juan, el autor nos dice que los caballeros de Jaén venían «todos enrramados e escaramuçando, e echando çeladas, e jugando las cañas a la manera de la tierra»10. Es decir, el jugar cañas no se sentía como juego moro ni cristiano, sino como deporte propio de la región; algo que ambos combatientes tenían en común.
Como refiriéndose a algo conocido, escribe don Álvaro de Luna al rey don Juan II el 22 de mayo de 1481: «Este día continuamos nuestro camino derechamente a la Vega de Granada, fasta la ver muy bien a ojo, e devisar el Alfambra, e el Albayçín, e el Corral»11. Este pasaje adquiere una significación especial si tenemos en cuenta que, dos meses después, el propio rey a quien iba dirigida la carta contempló la ciudad y sus edificios con admiración y deseo de poseerla, dando ello ocasión a que se compusiese el romance de Abenámar12.
Los castellanos sienten la emoción estética que ofrece la belleza de Granada, y además saben que en la capital mora se despliega una vida de lujo y refinamiento superior al suyo. Por entonces se despierta también en la España cristiana, como en el resto de Europa, el sentido de lo exótico; abundan los litros de viajes y los reyes envían embajadas a países lejanos. Granada interesa porque es distinta; en ella florecen formas de vida y arte que no son europeas. Tampoco puede decirse con propiedad que fueran puramente orientales, y, desde el punto de vista árabe, podían parecerle a Aben Jaldún parecidas a las de los cristianos. Para el castellano, sin embargo, no cabe duda de que el moro granadino representaba un mundo exótico, sin dejar de ser el vecino y contrincante con quien mantenía, más que una guerra cruenta, una continua escaramuza y un juego de sorpresas y emboscadas, en el que se adivina un cierto sentido deportivo. Por de pronto, tenían en común la técnica combativa y el respeto a ciertas normas, que eran las de la caballería europea13. Así vemos que los contrastes, y al mismo tiempo una cierta proximidad moral entre moros y cristianos, fueron factores inseparables en la vida de la frontera, y gracias a esa dualidad resultó posible la visión poética del moro.
Para comprender un poco mejor cómo se produjo esa idealización hay que tener en cuenta quiénes eran los hombres que poblaban la frontera. Indudablemente, habría entre ellos muchos guerreros rudos e ignorantes, pero jefes fronterizos fueron también, durante más o menos tiempo, el marqués de Santillana, don Álvaro de Luna, Gómez Manrique, Mosén Diego de Valera y otros muchos que alternaban en sus actividades la pluma y la espada. El ideal renacentista del hombre de aptitudes diversas estaba cada vez más incorporado a la vida española; capitán fronterizo fue, durante los últimos años de la guerra de Granada, Gonzalo de Córdoba, y una de sus biografías se debe precisamente a su compañero de armas, en Granada, Hernando del Pulgar, a quien hoy recordamos casi exclusivamente por su hazaña de clavar el cartel del Ave María en las puertas de la mezquita de Granada, pero que fue también un prosista atildado y latinizante y un entusiasta lector de Tito Livio. Y aun algunos fronteros que nunca tuvieron, que sepamos, intención de hacer obra literaria, manejaban la pluma con admirable destreza cuando escribían al rey dando cuenta de las operaciones guerreras por ellos dirigidas. Lo demuestran las cartas de Diego de Ribera -el Adelantado cuya muerte canta el romance de Alora la bien cercada-, de Rodrigo Manrique y de Fernán Álvarez de Toledo, publicadas, con la ya citada de Pulgar y otra de don Álvaro de Luna, por Carriazo, que con razón ve en ellas la evidencia de un género literario de cartas y relaciones «paralelo al de los romances fronterizos, casi tan bello como él y muchísimo menos conocido»14. La carta de don Rodrigo Manrique es una pequeña obra maestra del género, pero todas tienen en común la habilidad de dar una impresión del conjunto sin omitir detalles y poniendo de relieve la parte que a cada combatiente correspondió en la acción. «Escríbolo a vuestra alteza porque de todos sepa lo que fizo cada vno», dice Fernán Álvarez de Toledo. Es, por tanto, nota esencial de estas cartas el profundo sentido de lo individual y, al mismo tiempo, de lo colectivo que caracteriza la vida de la frontera.
Una relación semejante, pero referente esta vez a la historia interna de Granada, es la que escribió en los primeros años del siglo XVI Hernando de Baeza sobre los «Últimos sucesos del reino de Granada»15. Es éste un relato vivido de las divisiones e intrigas cortesanas de los granadinos, pues el autor fue en parte testigo de los acontecimientos que narra con pluma notablemente ágil y expresiva. El cronista Hernando del Pulgar escribió también, por encargo de Isabel la Católica, un Compendio de la historia de Granada16, que es muy defectuoso, pero demuestra el interés que sentían los castellanos por la historia granadina. La relación de Baeza nos habla de la admiración que una embajada del rey de Granada causó en la corte del rey don Juan, el cual se complacía en tratar al príncipe granadino y «ver a él y a los suyos caualgar a la gineta, porque heran muy buenos caualleros, y muy diestros en la silla, así en el jugar de cañas como en otras cosas»17. En las crónicas abundan asimismo las alusiones a visitas y embajadas de los moros, siendo también frecuente el caso inverso. Como ejemplo característico tenemos el desafío de don Diego Fernández de Córdoba a don Alfonso de Aguilar para que se batiera con él en el reino de Granada, donde se les concedió campo y don Diego estuvo esperando a su contrario de sol a sol, según certificó el rey moro18.
El reino de Granada se iba desmoronando, y no sólo por el empuje de las armas cristianas. A ello contribuyeron divisiones internas que daban lugar a tragedias sangrientas y a lances caballerescos; hoy caen en la Alhambra las cabezas de los abencerrajes; mañana, ayudado por los sobrevivientes, se descuelga el príncipe Boabdil de la torre de Gomares, donde vive recluido con su madre, en tanto que una cautiva favorita recibe honores de reina. Estas noticias llegaban en forma fragmentaria al campo cristiano, donde la sensibilidad se abría a todos los estímulos, y prevalecía, al menos durante la última etapa de la guerra, un ambiente de juego caballeresco vivido, que indudablemente contribuía a que se vieran a través de un prisma de estilización los sucesos de la corte mora19. Algunos pasaron, sin duda, desapercibidos, pero en otros casos, como el de la muerte de los abencerrajes, bastó una breve referencia de los cronistas y alguna alusión emocionada en el romancero para iniciar un proceso de idealización que había de culminar, a mediados del siglo siguiente, en el tipo literario del Abencerraje, que por siglos se mantuvo, renovándose continuamente, como uno de los temas de la literatura occidental.

Novela morisca


ArribaAbajoEl Abencerraje
La primera novela morisca es una pequeña obra maestra que aparece en el panorama literario de la segunda mitad del siglo XVI en circunstancias curiosísimas que rebasan el anonimato y bordean la tradicionalidad de la obra literaria. La historia de Abindarráez no solamente representa un caso de transmisión y contaminación de hechos históricos, semejante a los que tanto abundan en el romancero, sino que el relato novelesco surge hacia la misma fecha con ligeras variantes en diversos textos de atribución desconocida o insegura, y pronto invade el campo poético y penetra en el teatro, sin que se alce ninguna voz reclamando la paternidad de la obra.
Los textos en que aparece la novela son: El Abencerraje, incluido en el Inventario de Antonio de Villegas -colección de prosa y verso impresa en 1565, pero que tenía concedido privilegio desde 1551-; un relato titulado Parte de la Corónica del ínclito Infante Don Fernando que ganó Antequera..., publicado en un pliego suelto que Mérimée fecha entre 1550 y 1560, y la «Historia de Abindarráez y la hermosa Xarifa», que aparece inserta en la Diana de Jorge de Montemayor, a partir de la edición póstuma de 1561. Otra versión, hoy perdida, impresa en Toledo por Miguel Ferrer, es mencionada por Gayangos y por Gallardo, que la fechan, respectivamente, en 1561 y 1562. Henri Mérimée realizó un estudio comparativo de los tres textos que se conservan, llegando a la conclusión de que debió existir un arquetipo que sirvió de modelo al redactor de la Corónica y al de la versión incluida en el Inventario, pudiendo ser la aparecida en la Diana una combinación de las otras dos57. Esta teoría ha sido impugnada por Marcel Bataillon, que, basándose en la perfección estilística del texto delInventario, opina que no se trata de una refundición, sino de una obra original58. Hoy en día sigue en pie el problema de un posible original, anterior a los textos conocidos, y de la prioridad entre éstos, pero lo que no se pone en tela de juicio es la superioridad artística de El Abencerraje inserto en el Inventario, sobre las otras dos versiones. Y aquí surge otra cuestión debatida, pues en tanto que Menéndez Pelayo consideraba imposible que se debieran a la misma pluma El Abencerraje y la narración pastoril Ausencia y soledad de amor, incluida en la misma colección, y, por lo tanto, sólo concedía a Villegas el título de compilador59, López Estrada, al estudiar ambos textos, llega a la conclusión de que pudieron ser escritos por un mismo autor, y halla ciertas analogías entre ellos60. Conviene advertir que si la versión de El Abencerraje, inserta en el Inventario, se lleva la palma de la excelencia artística, la incluida en la Diana contribuyó aún más eficazmente, por la gran popularidad de esta obra, a la difusión de la novelita morisca.
Todavía está por dilucidar el problema de transmisión histórica que plantea El Abencerraje. En tanto que el héroe cristiano es Rodrigo de Narváez, primer alcalde de Antequera, que fue conquistada en 1410, la línea fronteriza se ajusta exactamente en el relato a la posición que ocupó de junio de 1484 a abril de 1485, entre Alora, recién tomada, y los pueblos de Coín y Cártama. El hecho de que la acción se localice con exactitud topográfica en estos lugares menores y se nombre más veces a Narváez como alcalde de Alora que de Antequera, siéndolo de ambas villas, indica que la identidad del héroe es un dato falso y que la novela atribuye a un personaje famoso un acto realizado seguramente por un caballero de menos nombradía que vivió en la misma región muchos años más tarde. Suplantaciones semejantes son frecuentes en el romancero, pero en este caso no conocemos ningún romance sobre el tema que sea anterior a El Abencerraje, conservándose únicamente un cantarcillo intercalado en el texto que simplemente recalca el emplazamiento de la acción. Cabe también que el incidente que suscitó la novela llegara a conocimiento del autor por medio de algún cronicón o alguna relación que hoy se desconoce. En cualquier caso parece seguro que un núcleo anecdótico particular, que hoy no es posible aislar de las adiciones novelescas que lo envuelven, pero que sí podemos fechar hacia 1485, fue superpuesto tardíamente, con un error cronológico considerable, a un fondo histórico general.
En El Abencerraje se funden, mejor que en obra alguna, la eficaz sobriedad de recursos pintorescos que hallábamos en la literatura fronteriza con el carácter sentimental y galante del género morisco. Las primeras líneas nos sitúan en el ambiente de la frontera castellana, con sus caudillos y caballeros ansiosos de ganar honra que diariamente emprenden por cuenta propia pequeñas acciones de guerra. Vemos tender una celada y caer en ella un gallardo jinete granadino que cabalga cantando confiado sus amores. Pronto reconocemos en él, no ya a uno de tantos galanes moros como desfilan por el romancero luciendo su destreza y sus galas multicolores, sino a un morisco Amadís, dotado de todas las cualidades que pueden adornar a un caballero sin tacha y a un perfecto amador. Los escuderos castellanos que le han sorprendido quedan rebajados a su lado físicamente porque entre varios no logran reducirle a prisión, y moralmente, por acometerle en grupo al no poder vencerle individualmente y por mostrarse indiferentes a la calidad de nobleza y refinamiento que desde su aparición muestra el enamorado moro. En auxilio de sus hombres acude el alcalde Rodrigo de Narváez. Este sí es digno contrario del granadino e insiste en entablar con él un combate singular, que el narrador refiere con trazos realistas. No omite advertir que el cansancio del moro contribuyó a su vencimiento, evitando así que figure en un plano inferior al jefe cristiano, que logra prenderle. Camino de Alora, el cautivo suspira, y ello da lugar a un breve diálogo de finísimo tanteo que establece entre vencedor y prisionera esa afinidad que surge espontáneamente entre quienes se rigen por el mismo código de honor y cortesía. Y al fin Abindarráez revela su nombre y linaje, y evoca la Granada bella y galante al encarecer el prestigio y posición privilegiada que en el pasado habían disfrutado los abencerrajes. Refiere seguidamente cómo su familia cayó en desgracia y fue casi exterminada por el rey, ante la consternación y el dolor de todo el pueblo. De este modo, a la imagen de la ciudad mora entregada a sus juegos y festejos sucede la del llanto y duelo colectivo de los granadinos. En esta doble visión de Granada se funden muchos motivos patéticos y pintorescos esparcidos en crónicas y romances, que por primera vez se centran en torno a la historia de los abencerrajes, en quienes, a partir de esta novela, se verán quintaesenciados la generosidad la gallardía y el infortunio del moro idealizado. Una tradición de hidalguía y el recuerdo de una persecución sangrienta e injusta se proyectan sobre el último representante de los abencerrajes antes de que empiece a contar su vida.
Abindarráez ha crecido en la oscuridad, bajo la protección del alcalde de Cártama y creyéndose hijo suyo. Con Xarifa, hija única de su protector le ha unido en la infancia un cariño de hermanos transformado en amor al llegar los niños a la adolescencia y saber que no existe tal parentesco. En esta parte de la narración el trazo pintoresco se adelgaza, cobrando la novela calidades humanas que rebasan el esquema galante y caballeresco a que suele atenerse la literatura morisca.
Las escenas de amor se emplazan en una huerta amena, junto a una fuente y unos jazmines que si no se despegan del marco morisco, tampoco desdecirían -observa Cirot61- en una villa griega o romana. Para encarecer la belleza de su señora, el moro enamorado acude a citas clásicas y, si nos dejamos llevar por la lectura, no sentiremos tales alusiones como un postizo, pues el Renacimiento no ha entrado sólo con un alarde de erudición en el jardín del castillo fronterizo. Si la historia de Abindarráez y Xarifa responde a alguna corriente literaria, es a la del platonismo, tal como fue entendida por los humanistas del siglo XVI, pero no porque el autor tratara de ilustrar tal teoría, sino porque enEl Abencerraje, como en la poesía de Garcilaso, los sentimientos más cálidos y hondos fluyen por un cauce ideológico que ha abierto brecha en la personalidad. Dentro del ambiente sencillo y de la ausencia de peripecias en que nacen los amores de la morisca pareja caben incertidumbres, momentos de dicha, celos y ausencias, expresándose la emoción de tales estados de ánimo con una delicadeza y un candor difíciles de encarecer.
La separación de los enamorados ha sobrevenido algo antes del cautiverio de Abindarráez, al ser trasladado a Coín el alcalde de Cártama, padre de Xarifa. Aprovechando una ocasión propicia, el moro acudía a unirse secretamente con su dama, cuando fue apresado. Al enterarse de esta situación Narváez, le permite continuar su camino, bajo palabra de que retornará a los tres días a la prisión. Si a través del relato de Abindarráez nos llega sobre todo la expresión de su amor, los sucesos que siguen prueban la total correspondencia de Xarifa y su capacidad de sacrificio. Arrostrando la ira de su padre, se da a su amante como esposa; al verle triste teme que ame a otra dama y acepta sin protesta tal posibilidad; y enterada al fin del encuentro con la partida de Narváez, quiere emplear su fortuna entera en rescatar al abencerraje y le acompaña al campo enemigo, cuando comprende que el honor le obliga a constituirse prisionero. Huelga decir que Narváez depara la más cortés acogida a la gentil pareja, y no sólo pone en libertad a Abindarráez sin admitir rescate alguno, sino que media eficazmente para que vuelva a la gracia de su rey y el padre de Xarifa perdone a los enamorados, compitiendo al final de la novela moros y cristianos en esplendidez y cortesía.
La anécdota central de El Abencerraje no sólo es verosímil dentro del carácter que tuvo la guerra de Granada, sino que sirve de maravilla para ilustrar una conducta ejemplar entre contrarios y dar una bella lección de tolerancia. Abindarráez y Narváez están dotados de un calor humano que falta a los héroes de los libros de caballería, pero son individualidades altamente ejemplares. Sin que ninguno de ellos desmerezca en virtudes bélicas ni en cortesanía, el castellano representa una versión austera del ejercicio caballeresco, puesto al servicio de la fe y del rey, y una preocupación muy española por acrecentar su honra, en tanto que el moro vive más para el culto a la dama y las formas de vida bellas, olvidando guerras y ambiciones hasta que le sale al paso la ocasión de demostrar su valor y nobleza. Esta caracterización de ambos tipos caballerescos, nunca más finamente matizada, se respeta en el desarrollo posterior del género morisco. El Abencerraje es también la obra que mejor ilustra la supervivencia de un idear medieval adaptado al sentir moderno -nota tan propia de esta modalidad literaria como la gala colorista- y, por tanto, podemos afirmar que la primera novela morisca es también la más característica y más pura de cuantas se han escrito, dentro y fuera de España.

Extraído de Biblioteca Cervantes Virtual


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